jueves, 26 de noviembre de 2009

De Fábulas y Calamidades

Hoy quiero compartir un pequeño cuento que tuve a bien leer, de la pluma del que es mi primo, mi cuñado, mi maestro y mi amigo. Escrito comparado con antiguos tiempos que muestra la actualidad con gran paralelismo.

Alcanzando el final me preguntaba: ¿Donde estará Moisés?


DE FÁBULAS Y CALAMIDADES
Por: Héctor M. Alejandro
Ex-funcionario de gobierno
Bayamón
noviembre de 2009

El pasaje del Viejo Testamento sobre las plagas de Egipto, para que se liberara al pueblo esclavizado, cobra nueva vida. Este artículo es una narración en la que un personaje le advierte a un nuevo Faraón que lo afectarán unas calamidades si no libera de la opresión al pueblo, al que tiene sometido.


El nuevo Faraón quedó atónito. No podía creer que un ciudadano tan insignificante, por lo menos en apariencia, osara apercibirlo de que sufriría serias calamidades si no liberaba al pueblo de los males y abusos de su reinado. Nueve serían las calamidades si el Faraón no entraba en razón. Se desconoce el nombre del ciudadano, pero algunos se referían a él como el Caballero de la Justicia.

El Faraón arrojó del Palacio Azul al ciudadano e hizo llamar inmediatamente a su principal escolta, Roah-San-Schaj.

—Vigila bien al hombre ese —ordenó el Faraón mientras se ajustaba la corona, pues le quedaba grande.

—Descuide usted mi Señor. Eso es lo mío. De ese títere me encargo yo —aseguró entusiasmado Roah-San-Schaj.


La primera calamidad no se hizo esperar. Esa misma tarde vieron al hombre levantar una vara sobre un río no muy lejano del Palacio. Pocas horas habían pasado, cuando se informó que una plaga de cerditos y musarañas habían invadido el Templo de la Gran Cúpula. Un rato después, los sacerdotes y sacerdotisas del Templo ya habían sido vejados y despojados de su autoridad por la plaga invasora. Para sorpresa de todos en el reino, el Faraón quedó muy complacido con esa faena y les permitió a los recién llegados quedarse con el Templo, pues súbditos así eran los que él necesitaba para gobernar e implantar grandes cambios. Acto seguido, los hambrientos cerditos y musarañas se atragantaron todos los libros sagrados que se guardaban en el Templo. Y quedó el reino sin normas morales ni éticas.

Dos nuevas calamidades fueron anunciadas al Monarca: Una musaraña, por sí sola, será capaz de extinguir la Antorcha de la Sabiduría del Templo y un cerdito ambicioso llevará el reino a la perdición. No es de extrañar, como cosa del destino, que la musaraña más bullanguera y astuta, llamada Yen-Nih-Fertiti, se hizo proclamar Gran Sacerdotisa del Templo. Y se apagó la Luz.

Por otro lado, un cerdito de muy mal carácter, que se distinguía por gruñir frenéticamente, hizo lo propio y se proclamó Gran Sacerdote. Se le conoció como Rib-Hera-Schaz. Y se acabó la concordia. Sin tiempo que perder, el Faraón hizo un trato de no-agresión con el Gran Sacerdote Rib y la Gran Sacerdotisa Yen. Fue así, como éste se desenvolvió magistralmente en esas calamidades, gracias a un decreto real, que más tarde se conoció como la Alianza Perfectamente Pasajera.

Regresó al Palacio el Caballero de la Justicia y el Faraón, con aires triunfales, se jactó de que las primeras tres supuestas calamidades fueron una racha de suerte para él.

—¡A esto se le llama gobernar con inteligencia y acierto! ¡Suma y vencerás! —exclamó el Faraón, mientras se pavoneaba y, de nuevo, se acomodaba la corona.

—No pasará un día completo para que comience usted a ser azotado por la amargura y la traición —se limitó a decir el Caballero.

Y así ha sido desde entonces, una y otra vez. Todavía no sabe el Faraón que a pájaro ponzoñoso no se le da alas.

Poco después, el Caballero sentenció nuevamente al Faraón con cinco calamidades más. En resumen, profetizó que un príncipe, dos visires y un funcionario de la Corte causarían gran revuelo y enojo del pueblo. También, que un infierno de mil y un cuernos de fuego se levantaría frente al Palacio Azul y ennegrecería los cielos por tres días. Así fue: el príncipe San-Tij-Nih; los visires Kar-Loh-Charmón y Roah-San-Schaj; y un tal Sochis-Laj-If, no hicieron más que enardecer el ánimo del pueblo contra el Faraón. Y como si no fuera suficiente, un monstruo de fuego se jaraneó frente al Palacio durante tres días y nubarrones negros y espesos embistieron los cielos.

De nuevo, por última vez y cara a cara, estuvieron el errado Faraón y el Caballero de la Justicia.

—Pobre hombre, he sobrevivido a tus ocho calamidades. Dime ahora, ¿cuál es la última? —se ufanó el Faraón, pero, esta vez, sin poder ocultar del todo su nerviosa mirada.

—La última calamidad, desde el inicio, en realidad ha sido la primera —contestó serenamente el Caballero.

—De eso no sé nada y entiendo menos. Es más, ni siquiera el Gran Mago de mi Corte, Drih-Gue-Gémah, podría encontrarle algún sentido a ese disparate —ripostó el Faraón, convencido de que su contestación no podía haber sido más brillante.

—Señor, permíteme aclararte lo que quiso decir el subversivo este —interrumpió Drih-Gue-Gémah, quien acompañaba al Faraón en ese momento.

—¡No es necesario! ¡Dicho está! ¡Que quede claro! ¡Que quede bien claro! Lo que dije fue que el Faraón de la pasada dinastía jamás hubiera podido haber entendido algo tan, tan poco usual, como lo que acaba de decir este hombre —explicó el Faraón con un gran nudo en la garganta.

—El no entiende nada, nada de nada –suspiró el Caballero— Señor Faraón, escúcheme bien, la última, y también la primera, Gran Calamidad es usted mismo: su ignorancia, su insensibilidad, su falta de carácter, su necedad, su tosco juicio y, peor aún, su mendacidad –añadió en actitud severa y se marchó.


El Faraón nuevamente se acomodó la corona, pues le quedaba grande.

El pueblo tiene el derecho a exigir su liberación. El Faraón tiene la palabra.

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