
Nací al final de la década de los cincuenta, transcurrió mi niñez entre los años 60 y 70. Época turbulenta aquella. Los asesinatos de John y Robert Kennedy, el hombre pisó por primera vez la Luna, la guerra de Vietnam, el movimiento hippie, la liberación femenina, la píldora anticonceptiva, llegó el primer televisor a casa, empezaron a llegar los primeros teléfonos, las primeras minifaldas, los primeros bikinis, la mariguana... demonios!, pensándolo bien no sé como logré sobrevivir, santo debo ser.
Crecí en el seno de una familia católica. En el medio de ese caótico mundo, me crié. Mi madre fiel creyente de su fe, hizo lo que pudo con este espíritu libre, de pensamiento lógico que siempre fue un intransigente justiciero. Mi padre, casi siempre ausente, no fue factor de ajuste sino hasta la adolescencia. Muy tarde era ya. Tenía mente propia, cuestionaba todo y aún lo hago. Nunca me entró el asunto de Adam y Eva, Caín y Abel y el resto de las pamplinas simbólicas que querían espetarles a fuerza de cocotasos a los niños de la época. A pesar de todo lo explicado, era un niño normal. Fui sometido, como todos los demás, a las aburridas y eternas horas de misa, a los ritos y procesiones típicas de una iglesia que aún hoy día se mantiene en la Edad Media. Contrario a la intensión, lograron que

detestara el dogma y comenzara una búsqueda interior hacia la verdadera razón del ser. La pesquisa comenzó con la Biblia, luego Darwin y al sol de hoy vivo feliz con una teoría bastante personal y concreta en su mayoría definida por la física cuántica. Las clases de civismo por el contrario me hacían mucha lógica y entiendo hicieron de mi un ciudadano que cumple y aporta positivamente a sus obligaciones comunitarias.
Ahora viene la parte cómica de la historia. Mi amada madre, fiel devota, primera voluntaria en las actividades de la iglesia, cada vez que hacia falta un niño para disfrazarlo de pastor, rey mago, soldado romano o San José llevaba ¿adivinen a quien? Si, aha, ese mismo, el mismísimo Yo. ¿Me imaginan? Un bacalao flaco, vestido con un disfraz de rey mago, con una barba de pelo, que no quiero saber de que era, con una cabrita apestosa disparando pepitas a diestra y siniestra, en un condenao pesebre lleno de paja y mierda, odiando el día en que nací. Pobrecito, verdad. Pobre de mi sería si decía algo o me quejaba. Así era antes, "los niños hablan cuando las gallinas mean". Que dulce, que tierno, que conmovedor verdad.

Pero el día en que mi madre botó la bola, fue cuando me vistió de San José con calva y hábito en tela de saco. Con la maldita cabra y todo lo demás. Entre el hábito y la peluca me dio una alergia en la piel que me arrancaba los cantos rascándome. Así me llevaron en una carroza desde el barrio hasta el pueblo, al tenderete de sol, sudando como animal y siendo el hazmerreir ante todos mis amiguitos y adultos hijos de putas que se reían cuando pasaba. No, lo sé, no lo supero, me condena ver que disfracen a un pobre niño, sin su consentimiento. Todavía hoy, no se como no me tire de la carroza pa suicidarme.
Bueno pasaron los años y ya no me dejaba disfrazar. Pero mi madre persistente aún insistía con la religión, tenía que salvarnos. Íbamos a misa en la capilla del barrio del que pocas veces había salido. El cura daba la misa en la capilla dos veces al mes, era entonces que tenias que confesarte para poder comulgar. Recuerdo que en los días calurosos el cura se sentaba debajo de un árbol y uno se arrodillaba al lado para decirles los pecados. Si, aha, a la vista de todos. Todos podían ver la cara y los gestos del cura si tu pecado era grande. Todo el barrio se enteraba de que aquellas maldades que habías hecho eran algo más que travesuras.
Pero, como ya yo no quería ir a la iglesia, buscaba cualquier pretexto para desaparecer. En esta ocasión deje pasar la misa del barrio, lo que provoco que mi madre se molestara mucho y me obligo a confesarme en el pueblo, cosa que no había hecho nunca, pues apenas visitaba el pueblo. El cura del pueblo para ese entonces, era este viejo español amargado, malcriado e inquisidor, del que no recuerdo su nombre.

Solo recuerdo que tenia rango, que todos le llamaban
Monseñor y que era temido por todos los niños de la comarca. Como estaba asustado por lo que sería la primera experiencia de viajar solo en guagua pisicorre al pueblo para ir a confesarme con
Monseñor, le pregunté a mi madre que podía esperar y ella me contestó: "Es lo mismo mijo, quizás te pregunte que cuanto tiempo hace que no te confiesas y como tú no te acuerdas y no le vas a mentir, le dices que no te acuerdas". Esas palabras se grabaron con sangre en mi mente para siempre.
Cuando llego al pueblo, con un miedo terrible, me toca hacer una fila gigantesca de semana santa. Mientras más me acercaba al confesionario, más grande se hacia la fila tras de mi. La iglesia era antigua, grande y de techos altísimos. El más delicado timbre de voz en una conversación, provocaba ecos sonoros que interrumpían la misa y enfurecían al
Monseñor. A esta hora, ya el viejo debía estar bastante encojonao de tener que escucharle los pecados a todo el pueblo, cuando le toca el turno al hijo de mi madre. Me arrodillo y escucho de mala gana:
"Ave Maria Purísima",y yo asustao "sin pecado concevida" contesté.
Monseñor debió preguntarme:
"cuales son tus pecados" pero juro todavía hoy que yo escuche claramente:
"cuanto haces que no te confiesas", a lo que contesté, "no me acuerdo".
Acto seguido, se encabrona el viejo y grita "
Y a que carajo viene a confesarse si no se acuerda de sus pecados", todavía se me paran los pelos al contarlo, el grito se escucho por todos los rincones del pueblo, un frío gélido recorrió mi espina, comencé a hiperventilar, me puse jincho, estaba sudando. En la fila detrás de mi se bebían las lagrimas de reírse, mientras yo desesperado me debatía entre ver como carajo desaparecía del confesionario o me le cagaba en la madre a Monseñor o hacía ambas cosas. Segundos eternos fueron esos. Que hago, que hago, no tenía remedio, tenía que salir. Mientras
Monseñor gritaba "
que me digas los pecados coño". Con terror abrí la

cortina para ver la fila de pecadores riéndose de mi, señalándome, como si yo no supiera que era de mi que se reían. Salí disparado como alma que lleva el diablo de aquel confesionario, empujando a todos por el pasillo de la iglesia, brincando los bancos para acortar camino y maldiciendo la hora en que entré. Debo haberme parecido a Forrest Gump, "corre Forrest corre". Corrí, lloré, corrí, casi llego a casa corriendo, cuando me detuve, estaba sudado, asfixiado y asustado. Me senté a analizar lo sucedido y pensar lo que diría en casa. No dije nada, así no mentiría. Nunca me volví a confesar, siempre le mentí a mi madre para su tranquilidad y la mía. Suerte tuve y mis padres no se enteraron, sino encima del bochorno y la humillación me darían mis buenos correazos, sugeridos de seguro por el mismo
Monseñor.
Hasta aquí pensaba yo que la religión se heredaba, que tenía que ser católico, porque mis padres así lo eran. Pero noup, nah, nah, lezna eh, no señor, ese día me decidí. Aquí no me cogen más, de mi no se vuelven a reír. De ahora en adelante voy a ser ateo.
Las fotos son ficticias, la historia no. Continuará un día de estos.